
En 2008 me decidí de inscribirme en un curso de masajes terapéuticos en una escuela en Yverdon-les-Bains. Mi idea era de aprender la teoría y luego la práctica y con esto en mente entré la oficina dela directora del instituto. Unos minutos después salí con los formatos llenados y el itinerario de mis clases. ¡Mis clases de práctica! ¡Nada de teoría! La directora me dijo con una sonrisa que tenía que desarrollar la mano antes de nada. A pesar de que mi plan inicial quedó desbaratado en tres segundos, mi fui a mi primera clase con gran entusiasmo, aunque también una pizca de miedo y otra de dudas.
Éramos un grupito de ocho. Siete mujeres y un hombre. Creo que yo era la mayor de todos. A la hora de formar “la pareja” con la cual cada uno iba a practicar, las chicas jóvenes se juntaron muy rápidamente y era obvio que nadie se animaba a asociarse con Jerôme. Así que me quedé yo con este joven tímido y no me arrepentí. Además, había notado las palabras en su camiseta que decían: “Ven a probar mis poderes mágicos”. Y vaya que tenía un poder mágico en las manos.
Llegar a clases en tren desde Ginebra después de las horas en la oficina era un desafío y el regreso en la noche a casa lo era aún más, pero valió la pena. Aprendí a soltar la mente y dejarme llevar o “bailar” como decía mi maestra Joanna al dar el masaje. Fueron meses bellos y enriquecedores y obtuve mi diploma unos meses después.
Mientras he aprendido otro tipo de masajes, uno con diferentes aceites esenciales que me gusta particularmente porque inspiro estas fragancias sutiles y benéficas con cada movimiento.
Dar un masaje es un acto de amor incondicional más que de técnica. Es un momento de intercambio, ya que ambas personas reciben. Es un acto de confianza ya que la persona que recibe el masaje deja su cuerpo y bienestar en manos de la terapeuta. En otras palabras:
Se necesita una buena mano tanto para lograr una salsa como para un masaje relajante.
¿Qué es una buena mano otro que una abundancia de amor envuelta en la piel?
