—¿Qué color le pongo hoy, Sra. Espinoza? —pregunta Amalia a su clienta mientras le pasa el
muestrario con la gama de tonalidades de esmalte. —Si me permite, ¿por qué no se anima
por el nuevo tono azul? —sigue la manicurista notando que su clienta no logra decidirse por
un color en particular.
—¿Azul? No sé… acostumbro los matices clásicos, rojo cereza o vino, o el rosa melocotón o
fresa u otros tonos cuyos nombres recuerdan una fruta. El color más revolucionario por el
que me he dejado seducir es el rojo Ferrari. Hasta ahí. ¿Azul? No sé…
Amalia no se da por vencida y le muestra un esmalte nacarado, color cobalto, un tono oscuro e
intenso, su azul favorito, que recuerda la profundidad del océano, o el fondo aterciopelado donde
brillan las estrellas. Otras memorias le vienen a la mente, pero ahora necesita concentrarse y
convencer a su clienta.
—¿Verdad, que es muy bello? —argumenta mientras continúa a limar las uñas de Rosalba
Espinoza.
—Pues, ¿por qué no? ¡Un cambio es tan bueno como un descanso! —contesta con una
sonrisa la clienta. —Me da curiosidad ver la cara de mi marido. En primer lugar, quiero ver si
lo va a notar… —añade con un suspiro.
Amalia no cabe de gusto y efectúa una manicura aún más perfecta que de costumbre. Le pone todo
su esmero y su corazón; goza con cada pasada del delicado cepillito impregnado del líquido brilloso.
Rosalba Espinoza mira con admiración el trabajo terminado y deja a Amalia una buena propina.
A las siete de la noche, el salón de belleza queda arreglado y limpio, listo para para recibir la clientela
del día siguiente. Amalia se despide de sus compañeras y deja su lugar de empleo.
Su casa no queda muy lejos y disfruta de la caminata. Aún hay luz de día, pero es septiembre y ya los
días se acortan; razón demás de aprovechar la generosidad del verano indio hasta donde se deje.
Cruzando el umbral de la puerta, le saluda su gato Melisa y después de haberle respondido
acariciando su cabeza, Amalia sube a su cuarto. Saca una pequeña libreta azul de la mesita de noche
y anota: Señora Espinoza Rosalba, 25 de septiembre – número 146 – cobalto nacarado.
cuadernito en su lugar y baja a dar las croquetas a Melisa y a preparar para ella misma una ensalada
con pollo, mangos y aguacates. Después de la cena se sienta un rato en la terraza frente a su
minúsculo, pero bien arreglado jardín, disfrutando de una copa de vino y la tranquilidad del paisaje
frente a ella.
Guarda el cuadernito en su lugar y baja a dar las croquetas a Melisa y a preparar para ella misma una ensalada
con pollo, mangos y aguacates. Después de la cena se sienta un rato en la terraza frente a su
minúsculo, pero bien arreglado jardín, disfrutando de una copa de vino y la tranquilidad del paisaje
frente a ella.
La mañana siguiente Amalia se levanta un poco más tarde. Hoy no trabaja, como cada miércoles. Es
el día que visita a su madre. Los domingos ve a su padre en la residencia para personas mayores.
Aunque en pocas ocasiones su padre la reconoce, insiste en ir cada semana con la esperanza que le
toque un día de lucidez y que pronuncie su nombre con esta chispa en sus ojos que solía tener.
Hace una parada en la florería para comprar unas hortensias azules. Era su madre quien le había
explicado que el color de las hortensias cambia según el tipo de tierra en la cual están planteadas y
que necesitan una tierra ácida para que sus flores sean azules y no rosadas.
Sigue su camino, mirando las flores y pensando en su madre y su predilección por el color azul. En su
imaginación, Amalia ve aún los finos y largos dedos de su mamá presionando con fuerza y rapidez las
teclas redondas de la vieja máquina de escribir. El constante y rítmico movimiento casi formaban una
melodía. Sus uñas siempre perfectamente arregladas y pintadas de un azul profundo. Su madre
trabajaba en casa, mecanografiaba recetas y expedientes para varios médicos. Escuchaba las cintas
grabadas con la voz de sus empleadores y las transformaba en documentos. Los miércoles
descansaba para poder pasar tiempo con Amalia; hacía crepas para ella y sus compañeras que venían
a jugar a la casa. Amalia le confesó a su mamá que de grande también se pintaría las uñas con el
mismo color de barniz. Y su madre se reía.
Llegando a su destino deposita inmediatamente las flores y saca su libreta. Está ansiosa para contarle
a su mamá los nombres de las clientas a quienes convenció que eligieran el esmalte azul cobalto.
Este intercambio se había convertido en un ritual; un acto de complicidad y un momento de cercanía.
Unos minutos después se despide.
Al salir cierra la reja de la entrada del camposanto. Siente que la suave brisa lleva la lágrima en el
rincón de su ojo izquierdo, aunque sus labios se están transformando en una leve sonrisa.